El libro de Sara Primera Parte Sara y la amistad eterna entre aves del mismo plumaje CAPÍTULO TRECE Esther y Jerry Hicks

CAPÍTULO TRECE




-Hola, señor Matson -dijo Sara al atravesar el puente de la calle Mayor camino de la escuela.

El señor Matson alzó la vista del motor del coche sobre el que estaba inclinado.

Durante los muchos años que llevaba trabajando en la única gasolinera del pueblo, situada en la esquina de la calle Mayor y la calle central, había visto centenares de mañanas a Sara dirigirse a la escuela. Pero era la primera vez que la niña se dignaba saludarlo.

Perplejo y sin saber cómo corresponder al saludo, el hombre hizo un gesto ambiguo con la mano. Lo cierto era que la mayoría de las personas que conocían a Sara habían notado unas sorprendentes diferencias en el comportamiento de la niña, por lo general introvertida.



En lugar de andar siempre con la vista clavada en sus pies, o absorta en sus pensamientos, Sara se mostraba extrañamente interesada en lo que ocurría en su pueblo de montaña, insólitamente observadora y asombrosamente comunicativa.

-¡Hay muchas cosas que apreciar! -murmuró Sara para sus adentros. La máquina quitanieves ha limpiando la mayoría de las calles. Lo cual es muy de agradecer, pensó.

Eso también lo aprecio.

Vio un camión de reparaciones aparcado frente a la tienda de Bergman's, con la escalera extensible desplegada por completo. Había un operario encaramado en lo alto de la escalera, manipulando un poste del tendido eléctrico, mientras su compañero le observaba atentamente desde el suelo. Sara se preguntó qué estarían haciendo, y llegó a la conclusión de que seguramente estaban reparando uno de los cables de energía eléctrica que estaban cubiertos de hielo. Eso está bien, pensó. Es muy de agradecer que esos hombres se ocupen de que funcione la electricidad en nuestro pueblo. Lo aprecio sinceramente.

Cuando Sara entró en el patio de la escuela, un bus escolar, lleno de niños, dobló la esquina y se detuvo ante la fachada. Sara no vio sus rostros porque todas las ventanas estaban empañadas de vaho, pero conocía perfectamente el trayecto del bus. El conductor, que llevaba desde antes del amanecer recorriendo todo el condado para recoger a sus díscolos pasajeros, ayudó a la mitad de los mismos a apearse frente a la escuela de Sara. La otra mitad la depositaría ante la vieja escuela de Sara, situada en la calle Mayor. Es muy de agradecer lo que hace el conductor del bus, pensó Sara. Lo aprecio mucho.

Al entrar en el edificio Sara se quitó el grueso abrigo, sintiendo el grato calor que reinaba en el interior. Aprecio este edificio, y la caldera que lo mantiene caldeado, y al conserje que se encarga de encender/a. Recordó haberle visto arrojar unas paladas de carbón a la caldera, para alimentar el fuego durante unas horas, y haberle visto retirar las grandes escorias rojas de la caldera. Aprecio a este conserje que se encarga de que no pasemos frío.

Sara se sentía estupendamente. Estoy empezando a captar la importancia de apreciar ciertas cosas, pensó. Me extraña que no se me ocurriera antes. ¡Es genial ¡ -¡Hola, carita de bebé!

Sara oyó una voz falsamente nasal burlándose de alguien. Era un comentario tan antipático, que al oírlo Sara hizo una mueca de disgusto. El contraste entre la maravillosa sensación que había experimentado y el desagradable sonido de esas palabras le chocó.

¡Ya están metiéndose otra vez con el pobre Donald!, pensó Sara. En efecto, los dos bravucones habían vuelto a las andadas.

Habían acorralado a Donald en el pasillo y el pobre niño estaba apretujado contra su taquilla. Sara vio los rostros de Lynn y Tommy sonriendo despectivamente a escasos centímetros del de Donald.

De golpe Sara perdió su timidez.

-¡Sois unos cafres! ¿Por qué no os metéis con alguien de vuestro tamaño? -Eso no era exactamente lo que la niña pretendía decir, puesto que Donald era bastante más alto que los otros dos, pero la confianza que les daba el hecho de andar siempre en pareja colocaba a Donald, la víctima de turno, en una situación de clara desventaja.

-¡Donald tiene novia, Donald tiene novia! –canturrearon los dos bravucones al unísono. Sara se sonrojó de vergüenza y al cabo de unos instantes su rubor se intensificó debido a la ira.

Los dos chicos se pusieron a reír y echaron a andar por el pasillo, dejando a Sara ahí plantada, sofocada y sintiéndose abochornada e incómoda.

-¡No necesito que me defiendas! -gritó Donald, descargando de nuevo su ira sobre Sara para ocultar sus lágrimas de vergüenza.



Dios santo, pensó Sara. He vuelto a meter la pata. ¡Es que no escarmiento! A ti también te aprecio, Donald, pensó Sara. Gracias a ti, he comprendido que soy una idiota. Una idiota que no escarmienta.

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